El fútbol es de esas pocas materias que se pueden interpretar de manera radicalmente distinta con algo que ocurre en una décima de segundo. Es la insoportable crueldad del gol o el increíble despilfarro que pudo cambiar la historia. Es la gloria o la angustia la que te lleva sin escalas al cielo o al infierno, según el desenlace de esa jugada. Colón es hoy ese espacio de situaciones extremas, sin términos medios y obligado al desgarro permanente. Un entorno engullidor y volcánico, insatisfecho por naturaleza, pero orgulloso de sí mismo. Un club de denominadores comunes que lo definen como sacrificado, entusiasta, esforzado, humilde y solidario. Este mismo Colón que gana y sufre... a lo Colón.
Para aquellos “visionarios”, esos que por no tener nada ni siquiera han perdido, esos que tienen el gatillo fácil para enjuiciar a las primeras de cambio sin respetar tiempos ni trayectorias, y se quedan solo con el error o con la derrota. Para los pesimistas, alarmistas y devastadores de sueños va como ofrenda el esperanzador triunfo ante Ferro y las chances incrementadas de volver a primera.
Hay cierta precipitación en algunos juicios. No se puede ir, en noventa minutos, del honor de los campeones al descrédito de un perdedor irredento. La pelota, un centímetro o un capricho, deciden la suerte de todos pero, en el plano teórico que es donde estamos, no hay razones para que esa ansiedad e incertidumbre ganen un lugar exagerado en cada función. Son saltos extremadamente vertiginosos desde la acongojante desesperación a la euforia más absoluta. La crónica de este partido ante los de Caballito, dirá que ayer en el Brigadier se debía jugar un partido de fútbol y en realidad se libró una batalla legendaria, donde el local sobrevivió en base a coraje, voluntad y sacrificio. Una descomunal contienda más, en este impiadoso 2014, de la que salió airoso, aunque por ahora no hay festejos.
Este cierre de Nacional B se plantea como una tabla de salvación para grandes en apuros. Colón no puede distraerse ni pensar en otra cosa que ganar. Es el momento en el que se deciden los asuntos importantes de la temporada. Aquí no se vive sin protagonismo. El final exige máximas expectativas, con su siempre desesperante, impostergable y agobiante carga emotiva.
En el Sabalero todo se vive como definitivo pese a saber, con certeza, que puede cambiar en un arco brevísimo de tiempo, en un golpe de acierto, en un giro de suerte. Se sabe y se ignora a conciencia. Como si una visión templada y con perspectiva tuviera, paradójicamente, la condición de estridencia en este concierto de ruidos y exageraciones permanentes. “Hagan bien su trabajo, por favor”, parece gritar ahogadamente todo un pueblo marcado por el hiriente devenir de un año intenso, doloroso y de a ratos triste.
Se advierte, se palpa, se siente el final. Algunos dirán que quedan dos batallas épicas del Siglo XII, o los últimos dos capítulos de una historia escrita por J.R.R. Tolkien. Y aunque puede contener un poco de ambos, se trata del atrapante presente que viven día a día todos los hombres y mujeres cuyos corazones laten en rojo y negro. Un presente que despierta pasiones y se ha vuelto una cosmovisión, una forma de entender el mundo y de dar sentido a la vida. Es que el legendario Colón de Santa Fe, ese que anda con ansias y sueños de ascenso, no es solamente un club de fútbol. Es un pedazo grande de sus vidas.
Próxima estación: Pergamino. Un objetivo, la victoria. Una herramienta: la concentración. Una obligación: mantener la calma. Una necesidad: volver cuanto antes a primera. Lo único cierto y de lo que no caben dudas, es que el fútbol le devolverá al Sabalero lo que le ha quitado, y será más pronto que tarde. Colón no sabe ganar sin sufrir y hacer sufrir. Pero el orgullo es y será siempre su bandera por encima de un ocasional resultado… Y mientras todo pasa, “un médico a la derecha por favor”.
LT10 - Columna de opinión
Lunes 24 de Noviembre de 2014 - 16:04 hs