La decadencia parece no encontrar límites ni punto final. Parece mentira tener que verter tantos conceptos, gastar tantas líneas rozando la tristeza, tratando de explicar con sentido común un mundo que lo ha perdido hace rato. Hay realidades tan alejadas del raciocinio que se tornan complejas de analizar. Pero merece nuestra atención y nuestro tiempo. Siempre y cuando sirva para realizar el ejercicio de la reflexión. Siempre y cuando siente un precedente que todos los que asuman responsabilidades de aquí en más, en torno a la pelota, se comprometan a no repetir.
Solemos escuchar asiduamente que no nos merecemos esto los argentinos. Pero nos hacemos parte solamente cuando nos hacemos esa pregunta. Luego, todo responde a actitudes de los demás. Siempre hay otro, rara vez es nuestra la responsabilidad. Y generalmente ese otro es abstracto, difuso, excepto cuando recaemos sobre los protagonistas que rodean bien de cerca a la redonda. Ahí si encontramos el muerto que precisamos desesperadamente velar. La cabeza que precisamos patear para arrancar de cuajo el problema.
No nos explicamos por qué los vaivenes económicos y políticos sistemáticamente cada década (poco más, poco menos) nos tiran a la lona. Pero nunca buscamos respuestas en nosotros mismos. Nunca somos nosotros los culpables. Habría que preguntarse de que sociedad surgen estos individuos que gobiernan. Nación, provincia, ciudad, clubes, que importa, en todos lados ocurre lo mismo. Salvo excepciones. Excepciones que existen en todos los escaños pero que jamás han dejado de serlo para transformarse en mayorías. Y así estamos.
Que el fútbol, por su poder de convocatoria y su capacidad para despertar sentimientos íntimos y masivos, es un reflejo del conjunto de seres que conformamos esta patria es una certeza trillada. Pero generalmente solemos matar al mensajero. Cabría preguntarse de donde manan las autoridades que manejan los destinos de nuestras instituciones (en el sentido amplio de la palabra). A estas alturas ni los bebés se creen lo del repollo, ni lo de la cigüeña.
En este contexto nada parece tener freno ni final en AFA y sus suburbios. El tren ha agarrado tal velocidad que terminará estrellándose. Pero… ¿Cuándo? Es imposible determinarlo porque se precisará autoridad moral, cívica, para pararse en frente, aguantar el golpe, detener su marcha y comenzar la reconstrucción. Valores que nadie parece tener entre sus virtudes en las proximidades de la Casa Madre del fútbol argento. ¿Y mientras tanto? El tren sigue llevándose puesto lo que encuentra en su camino, sea bueno o malo.
Entonces me pregunto… ¿Merecía una selección que representa a esta asociación ser campeona? ¿De qué se disfrazaría la justicia ética si el representativo de un país (el futbolero) roto, endeudado, sin rumbo ni capitanes que piloteen el vendaval salía campeón? No hay dudas. Se hubiese barrido la basura debajo de la alfombra y a las fieras hambrientas de títulos y no de entidades sanas se les hubiese dado el mejor de los bocados. Se lo hubiesen dado los hoy denostados jugadores que evidentemente han estado por encima de la media humada que dirige los escritorios de nuestro fútbol.
No nos merecemos esto. No nos merecemos a Martino, que con aciertos y errores, transmitió un mensaje de respeto, de cordura, sin histrionismos, sin bravuconadas. Y no nos merecemos a Messi que más allá de lo que haga en la cancha inunda a nuestro piberío de buenas actitudes, de humildad, de silencios que hablan más que las palabras. No perdamos de vista que los niños son observadores. Aprenden más de lo que ven, que de lo que escuchan. Y en ese aspecto la idolatría por Lionel es de las más sanas que podemos ofrecerles. Ojalá no se cansen todos… Y ojalá la nobleza de su sentimiento albiceleste lo convenza de volver. Porque si con él resulta difícil no me atrevo a pensar que sería de este fútbol si su ausencia fuese definitiva.
Algún día tocaremos fondo. Quizá a partir de eso un día volvamos a tener entrenadores que formen juveniles y personas desde temprana edad en el hoy desértico predio de Ezeiza. Quizá también llegue el día en que juzgaremos buenos y malos por sus actos y no por sus escudos. En consecuencia quizá ese día tengamos dirigentes ejemplares. Entonces, por qué no, tal vez algún día volvamos a ser los mejores del mundo. Y a partir de allí conquistemos algún título.