Algunos recordarán hoy que hace un año perdimos la final del Mundial con Alemania. Yo tengo otras razones para no olvidar aquella tarde. A esta altura ya no sé si es la edad, los golpes de la vida, o qué, pero cómo duele perder… cuando es de verdad, y no solo un simple partido de fútbol.
El “Maracaná” estaba colmado. Con sus fantasmas históricos y sus duendes nunca acallados. Postal única y sublime del fútbol de todos los tiempos. Es que ahí vive la leyenda de Uruguay del 50, esa de la que tanto me habló mi viejo. La que no pudo vengar Brasil en su segundo Mundial. El mano a mano es entre Argentina y Alemania, pero también están ellos brotados de rabia, indignos, degradados, ultrajados, alentando a un equipo que, no solo los dejó sin final, sino que los dejó de rodillas, humillados hasta la exageración.
Hace un año todo un país se mostró orgulloso de quienes nos representaron. Hubo muchos padres de las victorias, y grandes críticos de un plantel que quedó huérfano en la derrota. El paso del tiempo ayudará a entender que no es fácil llegar a jugar una final, y mucho menos ganarla.
Brotan fecundos los recuerdos de ese día inolvidable. Emerjo con mi memoria en el momento exacto en que la multitud se manifiesta vociferante. Me aturden con su canto eufórico. Me ahoga, me sofoca la muchedumbre. Trepo a lo más alto de las gradas y me agito, pero me sumo al vértigo que resuma esperanza y desbordante optimismo. Somos todos amigos aunque no conozco a ninguno. Nos abrazamos, nos contenemos, nos alentamos. Se me eriza la piel. Los puños cerrados se crispan y un alarido portentoso acompaña la salida del equipo de Sabella al campo de juego. Estoy en medio de una euforia descontrolada, de minutos eternos… interminables. Cuando uno es contemporáneo de algo trascendente agradece formar parte de esta era. Y aquellos son días que no se olvidarán jamás. Pasarán los años y aquel domingo 13 será inmortal. No importa el resultado. Al diablo con el inconducente exitismo.
Recuerdo hasta hoy cuando elevé mis brazos al cielo y le di una vez más gracias a Dios por la vida, por ese momento, por aquella tarde gloriosa en que volvimos a jugar una final. Las primeras estrofas del Himno Nacional replican en mi cabeza. Siento hoy mismo en carne propia como se me debilitaba hasta el alma con el rugir de mis compatriotas. Fue en ese preciso instante cuando vi a mi viejo en el Maracaná. Sí. Mi papá estaba con su gorro “Piluso” de siempre, pero celeste y blanco, con la cara pintada como tantos otros, en aquel lugar de fantasía para dos “futboleros”. Para dos grandes amigos. De repente, advierto como sus enormes ojos sorprendidos e incrédulos se humedecen de emoción, porque volvimos a estar juntos otra vez en una cancha. Perdón, en la final!!! Un escalofrío me congeló la imagen hasta hoy. Floté en una alegría pavorosa que me sacó de esa ebullición. Fue su abrazo el que me dejó definitivamente en paz. Vi… no puedo demostrarlo de ninguna manera, pero vi como una lágrima traicionera lo sorprendía, y se hacía el distraído como siempre para que no lo note. Con una voz tibia que no pretendía disimular la magnitud de lo que me estaba pasando y lo que estaba sintiendo, sólo le dije “estamos otra vez juntos\\'\\'.
Me fundí en un abrazo de gol perpetuo, acaso como el que nunca llegó durante el partido. Yo, que tanto imploré por un triunfo para ver un rato más a mi país feliz, para que no tengamos que contar o escribir más sobre la pertenencia sin haberla abrazado, tocado, disfrutado; al mismo tiempo volví a sentir el latir frenético del corazón de mi viejo en mi pecho. Fue un domingo pletórico de emoción. Argentina, una final, mi viejo, la cancha. Increíble, soñado…
De pronto, las luces del estadio se prenden??? ¿Pero cómo… si era plena tarde en Río de Janeiro?! Me pregunto incrédulo, será que este gran teatro luce mejor con luz artificial? Alguien me llama: “Papá, papaaaaá”. Me doy vuelta. Miro sin ver. No entiendo nada… ¡¡¡Es mi hijo Francisco. Es mi casa. Es mi habitación! Pero cómo…! Y mi viejo, y el Maracaná?!
Domingo 13 de julio de 2014, 15,59 horas, Santa Fe, Argentina. “Papá, levantate que comienza la final”. Lloré como el pibe al que un auto le reventó la pelota jugando al fútbol en las calles del barrio...Los sueños nunca desaparecen, siempre que las personas no los abandonen. “Mi sueño es la fina mezcla entre la risa y el llanto, donde mantener la calma, para poder gritar cada tanto. Aunque a veces no lo logre, voy a seguir intentando encontrar el equilibrio, o por lo menos no voy a dejar de buscar”. Porque un hombre no es únicamente lo que vive, sino también, lo que siente y sueña.
Hoy, hace exactamente un año me reencontré con mi viejo. Al Mundial de Brasil le debo mi último un gran abrazo... que importa qué pasó después!!!
Hoy - Por Gustavo Mazzi
Lunes 13 de Julio de 2015 - 00:53 hs