En un mundo marcado por las prisas, muchas personas apenas se detienen para alimentarse, sin saber que ese hábito puede tener consecuencias importantes para la salud. Comer rápido o despacio no es solo una cuestión de estilo: la ciencia muestra que el ritmo de ingesta afecta la digestión, el metabolismo y el control del apetito.
Según la doctora Sarah Berry, especialista en nutrición cardiometabólica del King’s College de Londres, “comer rápido o despacio cambia no solo la velocidad a la que la comida entra en tu estómago, sino también a la que entra en tu tracto gastrointestinal”.
Este detalle es clave, ya que determina cómo se liberan las hormonas que regulan el hambre y la saciedad. Comer demasiado rápido suele llevar a ingerir más calorías antes de que el cerebro registre que el estómago está lleno. A largo plazo, esto puede traducirse en acumulación de grasa corporal y mayor riesgo de enfermedades metabólicas.
Por el contrario, comer lentamente permite una mejor señalización hormonal, genera mayor sensación de satisfacción con menos comida y ayuda a evitar subidas bruscas de glucosa en sangre. Esta estabilidad beneficia especialmente a quienes buscan prevenir o controlar enfermedades como la diabetes tipo 2 y los trastornos cardiovasculares.
Además, la textura de los alimentos influye en este proceso. Reducir los ultraprocesados, que suelen ser blandos y fáciles de tragar, favorece una masticación más prolongada. Incluir frutas, verduras o cereales con granos enteros obliga a comer con más calma y mejora la digestión.
Trucos simples para comer más lento:
- Dejar los cubiertos sobre la mesa entre bocado y bocado.
- Masticar cada porción al menos 20 veces antes de tragar.
- Evitar pantallas o distracciones durante las comidas.
- Elegir alimentos que requieran más trabajo de masticación.
Adoptar estos cambios no solo ayuda a regular el peso corporal, sino que mejora la relación con la comida y reduce la ansiedad alimentaria. En definitiva, comer lento no es una pérdida de tiempo: es una inversión en salud.