Caprichosa, la muerte irrumpió con especial fuerza este 14 de mayo, justamente el día del futbolista. La infausta noticia sacudió el ambiente que centraba exclusivamente su atención en la definición del Boca-River “copero”.
Iba en auto, casi de madrugada, cuando confieso me explotó la noticia. Sin preámbulos el locutor sentenció: “Acaba de morir Emanuel Ortega, el humilde pibe que jugaba en San Martín de Burzaco y que golpeó su cabeza hace unos días contra la pared perimetral de la cancha”. Confieso que paré por un segundo en el semáforo de Gral Paz y Salvador del Carril sin poder continuar. Sólo atiné a tomarme la cabeza con las dos manos y permanecer en silencio hasta el final del recorrido, preguntándome otra vez, como tantas veces antes, ¿por qué?
Ortega era como yo, jugando en las mismas condiciones en la cancha de la Liga hace unos años. Ortega era mi amigo, mi vecino o cada uno de los cientos de miles que cada fin de semana se juega mucho más que un partido de fútbol en alguna cancha, que lejos están de ser los lujosos “templos de primera”. Ortega se jugaba en cada pelota su futuro y el de su familia, con exacerbadas precariedades y desmedidas urgencias en la lejana Jujuy.
El muro perimetral del estadio de un equipo de barrio parece siempre más una irrelevancia propia de un fútbol emergente que una falencia que podía desencadenar una tragedia. Hoy, a la hora de buscar el por qué de la desdicha, todos reparamos y maldecimos ese pormenor. Las causas de esta muerte estarán vivas hasta tanto no se cambien algunas condiciones para aquellos que juegan a la pelota alejados del gran negocio… más cerca de la marginalidad. Esperemos que el fútbol de ascenso en Argentina deje de ser de una vez por todas la exaltación de lo anecdótico o la apología de lo “exótico”.
Galeano decía que el jugador “corre, jadeando, por la orilla. A un lado lo esperan los cielos de la gloria; al otro, los abismos de la ruina”. Deberíamos preocuparnos cada día más porque ese abismo sea menos peligroso para los miles y miles que no alcanzan la gloria. Deberíamos insistir todos porque esa ruina, que siempre se “relame” ávida por devorar almas desprevenidas que todo lo entregaron al “fobal”, sea lo menos dolorosa e impiadosa posible.
La muerte del pibe de Emanuel Ortega, jujeño de sólo 21 años, debe ser una de las muertes más absurda del fútbol argentino de los últimos tiempos y espero que sea la menos olvidada.
Ortega –el joven promisorio, el inminente mártir– ya no volverá a jugar oficialmente. La tragedia llegó antes de que él pudiera llegar a hacer realidad sus sueños de Primera. El juvenil norteño había escrito en su cuenta de facebook: "Capaz no llegue a jugar profesionalmente al fútbol, o capaz sí, pero amateurmente cuando voy a cada pelota, voy a morir. Cuando mis piernas dicen basta, mi corazón dice seguí. A diferencia de los profesionales, cuando se me rompen los botines no los cambio, paso noches arreglándolos, pegándolos, para poder seguir jugando, porque es lo que amo. El fútbol es mi vida, no sólo un pasatiempo, es el que me hace olvidar de todo, y por el que daría la vida. El día que no pueda jugar más, ahí termina mi vida". Y Ortega merecía seguir jugando…
Hoy - Por Gustavo Mazzi
Viernes 15 de Mayo de 2015 - 04:19 hs