LT10 - Columna de opinión

Viernes 04 de Julio de 2014 - 03:56 hs

"No somos un equipo, somos un país", por Gustavo Mazzi

Mientras Brasil 2014 nos envuelve con patriótico entusiasmo, la tierra continúa girando y entre vuelta y vuelta, la vida sigue. La intolerancia y la violencia reactiva o fortuita crece a pasos agigantados y, ni los goles de Messi, ni el fanatismo por la selección, lo pueden disimular. Esto ha dejado de ser una sensación. Nadie acepta las inevitables -y enriquecedoras- diferencias que median entre unas personas y otras. Esta negación, la mayoría de las veces, oculta un problema de baja autoestima, de inseguridad, de miedo patológico. Nuestra cotidianeidad está maltratada por las discusiones constantes, por las sospechas interminables, la victimización, la histeria y la mediocridad.

Nos invade el resentimiento, la intransigencia y la terquedad. El dinero y el poder están por encima del respeto, las buenas costumbres y hasta de la vida misma. La relación entre los seres humanos es cada vez más virtual, menos real. Mientras el mundo camina lento pero inexorablemente hacia la integración, en esta parte del planeta la intolerancia se agudiza en aquellos poblados que creen amenazada su identidad, sus creencias, su patrimonio y características distintivas, al confrontarlas con las de otros individuos. Ese grado de intolerancia creció hasta volverse la mayor señal de degradación moral. Se agravó hasta alcanzar la condición de mal endémico, situación a la que llegó después de un proceso de acostumbramiento y resignación que viene desde hace muchos años atrás.

Los miedos están dando lugar a una exaltación cada vez más feroz e irracional. En ese sometimiento, en la falta de diálogo, en esa incomunicación y en esa incapacidad de resolver nuestros temores, hay una semilla violenta que crece más que la soja. Nuestro país está inmerso en una cultura del miedo que permea nuestra existencia. Que haya que extremarse hasta lo imposible para sobrevivir, nos retrata de una manera cruda y dramática.

La envidia, la avaricia, el egoísmo, la mezquindad, también nos ha llevado a lugares insospechados… Vivir en sociedad se convirtió en un coctel explosivo, y por tal, estamos todo el tiempo a punto de estallar. Se perdió el principio de autoridad. No hay respeto por padres o docentes. Se esfumó la admiración por los consejos de nuestros abuelos. No nos conmueve la mirada triste de un niño, las manos frágiles de un viejo.

Que la ilegalidad y la violencia hayan calado hasta el tuétano las calles de nuestro país, no significa que estemos condenados al destino de \\'mataos los unos a los otros\\', como reflejan maliciosamente algunos medios. Los comunicadores sociales tenemos una responsabilidad mayúscula en esta búsqueda, hasta ahora infructuosa, de aplacar esta locura. Cada acto violento, por aislado que parezca, tiene nexos profundos con una historia llena de promesas, de frustraciones y de postergaciones. Muchos conflictos terminan de manera irracional porque no hay quien medie o sancione a tiempo a las partes enfrentadas, favoreciendo en última instancia la justicia por mano propia.

Si bien el crimen organizado es una realidad en el mundo y crece exponencialmente en América Latina, hay muestras de que por estas latitudes, esa cultura que genera reacciones brutales en la vida diaria, es más generalizada. Se han convertido en rutinarias cierto tipo de muertes y hasta los linchamientos. Nos acostumbramos a la normalidad del homicidio y a la ligera atribución de la culpa a la víctima -no al asesino-, reflejo peculiar de esta sociedad perversa.

Se ha devaluado la vida. La realidad es tozuda y los hechos demuestran que, independientemente de lo que pasa en el imaginario de la población, muchos siguen desangrándose en la calle por una mirada, una palabra de más o un error cualquiera. Nos acostumbramos a escuchar que los crímenes son por venganza, por “ajuste de cuentas”, lo cual apunta a un fracaso de las políticas de convivencia y de la justicia para pequeñas causas. El tráfico de influencias es una herramienta necesaria para evadir normas, reglas, pautas, controles, y le permite a los “poderosos” salir airosos de cualquier situación más o menos compleja. Y lo curioso es que ya nada nos asombra. Nos acostumbramos al maltrato, la trampa, el dolo, la estafa, el robo, a contar los números de muertos por día. Los arrebatos callejeros dejan en “libertad condicional” a nuestros abuelos y nadie hace nada, aún cuando el destino nos lleva a ese lapidario final. Hasta las marchas de silencio, atravesadas por el dolor que oprime y la aberrante impunidad, son parte de las tristes postales ciudadanas de una cada vez más fría, descomprometida e insensible sociedad.

La palabra tiene tan poco valor que ya ni la pronunciamos y mucho menos la sabemos escribir. El celular es parte de nuestra anatomía y el facebook se convirtió en nuestra “barra de amigos” sin voces, sin rostros, sin sentimientos. Llegar a tantos “seguidores” nos hace sentir mejor. Hasta los medios promueven esta jactancia de la nada misma. Se consumen valiosos segundos o espacios, ofreciendo “dádivas” a cambio de un nuevo “amigo”, un “me gusta” o un nuevo “fan”, como si eso mejorara el producto que ofrecen, a todas luces descartable, si se emplea tanto tiempo en cuestiones tan vacías de contenido. Es que vale más parecer que ser. Nos jactamos de los 10 mil seguidores como si el simple click bastara para creernos mejores que el otro. La relación entre la gente es cada vez más virtual, menos real.

Todo nos irrita y todo corroe lentamente nuestra personalidad. Si soy gordo me discriminan, si soy flaco me recriminan. Si sos simpática seguro sos fea, si sos linda te celan. Si cumplís sos obsecuente y si no un desobediente. Si trabajamos nos estresamos, si no lo hacemos nos amargamos o seremos vagos. En pareja nos aburrimos y solos nos deprimimos. Si sos exigente sos un agreta, si sos benévolo seguro alguien te aprieta. Si tenés que fichar estas “sospechado” y si no quedás apartado. Si das la mano te toman el codo… y de salir ileso no hay modo. Si salís con amigos te gusta la joda, si te quedas en tu casa estas fuera de moda. Nos encerramos y no pedimos para no dar, y aún así, a nadie podes conformar. La salvación hoy parece ser un buen psicólogo. Una buena terapia puede ayudar a cargar con algo más de resignación nuestros males cotidianos que nos asfixian lentamente.

Te exigen sinceridad pero se ofenden si decís la verdad. Entonces que hago: ¿Te ofendo por sinceridad o te miento por educación? El auto nuevo y la pilcha de moda valen más que un diploma. Es preferible la fiesta de cumpleaños multitudinaria con un sinfín de conocidos, que el abrazo fecundo de un par de amigos. Elijo la honestidad como motivo de orgullo y no el disfrute vanidoso en una vidriera irreal. La vida es un valor sin valor, la amistad tiene fecha de vencimiento, el prójimo es “el rival a vencer”, la palabra cayó en desuso y la solidaridad sirve para redimir los pecados. La culpa siempre es del otro. Se devaluó el compañerismo, perdió seriedad la ética, desapareció la moral. Vivimos enajenados, en un estado de lucha permanente, como si tuviésemos que vencer a alguien siempre, como si debiéramos alcanzar una meta a cada paso que damos. Y consumimos los días frente al peligro, sobreviviendo. “Somos tristes y errantes hombres, sobreviviendo. Ya no quiero ser sólo un sobreviviente, quiero elegir el día de mi muerte. Hay tantas maneras de no ser, tanta conciencia, sin saber, adormecida. Merecer la vida no es callar y consentir, tantas injusticias repetidas”.

Disfruto como muchos de los goles de Messi y las victorias de la Selección, pero no me conformo con las desgastadas fórmulas inmediatistas, triunfalistas y simples que son utilizadas para barrer la mugre debajo de la alfombra verde del Mundial más caro de la historia (triplicó a los gastos de Alemania 2006, y cuadruplicó los de Sudáfrica 2010). Los vecinos aclaman por mejoras en los servicios de salud, educación y transporte, tanto como sus goles. Porque después del 13 de julio la Copa del Mundo termina y la vida sigue. En Brasil y acá. Y en definitiva, el fútbol seguirá siendo siempre “la cosa más importante de las cosas menos importantes”, como dijo el italiano Sacchi. Y seguiremos acuñando esa frase que se hizo célebre en el fútbol: “Jugamos como vivimos”. Inseguros, fanatizados, nerviosos, desconfiando del otro si nos va mal, soberbios y arrogantes en la victoria. No faltarán esta vez los que se adjudiquen el triunfo y socialicen la derrota. Ya conocimos en Sudáfrica 2010 a los padres de los éxitos… y también, a los huérfanos del fracaso. Porque como reza el slogan oficial: "No somos un equipo, somos un país”