Un jugador "distinto" siempre es necesario en un partido "especial"
“Kika”, así le decían y así lo conocí. Nunca supe más que su apodo, pero tampoco hacía falta más, porque él apenas adornaba alejado y en silencio la postal del potrero a la hora de la siesta. Era un “mocoso” querible que acompañaba cada tarde a los pibes del barrio cuando dividíamos los equipos para iniciar el “fobal” después de las tareas o de la escuela. Kika esperaba paciente, temeroso y haciéndose el distraído una oportunidad que entiendo, él mismo creía que no merecía y por ende nunca le llegaba. Kika tenía un pronunciado retraso mental, pero todo lo que le faltaba de capacidad intelectual y motriz, le sobraba de bondad y generosidad. Nació en un hogar descompuesto donde el afecto caía a cuentagotas y el maltrato era moneda corriente. A su nacimiento prematuro lo acompañó un cruel accidente doméstico que lo relegó a ser “distinto”, “especial” para siempre.
El popular Kika no sabía leer ni escribir, pero el potrero y los días de fútbol en el barrio le enseñaron a contar. Le enseñaron a contar números y muchas historias que compartió junto a nosotros desde su tímido espacio de hincha y conocido de todos. Casi siempre estaba sentado en el cordón del terreno abandonado. Detrás de uno de los arcos que él mismo se encargaba puntualmente de armar con piedras. Como para Kika las matemáticas nunca fueron exactas, un arco era más grande que el otro, por lo que el partido arrancaba siempre con algún insulto cómplice por parte de los jugadores que salían desfavorecidos en el sorteo inicial. Quienes crecimos a principio de los ochenta no conocimos la palabra bullying. Si hubiera existido, seguro alguien nos habría acusado de aplicárselo a Kika sin misericordia. Nada de eso. Las bromas a él tenían complicidad, afecto, hasta inclusión.
El equipo del barrio en realidad representaba solo un par de cuadras de nuestra zona, y si bien jugábamos a la pelota todo el tiempo, los sábados eran los días de partidos. Teníamos un plantel “corto”, apenas discreto. Se destacaban el “Chocho” Martínez que jugaba en Unión, Gaby Ledesma un baluarte de Nacional (con ese apellido no podía jugar en otro club). El “Negro” Bottaro, Sergio Murtas, “Nene” Vega, Tito, Diego, yo… completábamos una formación menesterosa pero de grandes amigos.
Ya estaba organizado el “duelo” del sábado ante los de Villa Dora. Un clásico de entrecasa como pocos. Pero si un condimento más le faltaba a la “pica” que nos teníamos de antes, de siempre; se lo sumó el “Negro” Murtas, al chaparse a la novia de López en un baile en la casa de un pibe de ellos, donde caímos de rebote. López era nada más y nada menos que el capo del equipo rival. Podes creer, a la mina del “Chulo” López se fue a tranzar.
Esa noche López no estaba en el bailable pero lo fueron a buscar para contarle que la Ana estaba en otros brazos. Llegó como un rayo, hecho una furia. La cosa se puso espesa. Hubo gritos, se cortó la música, se prendieron las luces y corrimos todos de manera alocada hasta la calle, cuando de repente, el “Chocho”, siempre pícaro, frenó a los gritos la batahola.
“Mañana lo arreglamos en el barrio contra barrio cruzando la Plaza Chaplin muchachos. No jodamos acá que hay mujeres”, dijo casi desesperado. No me olvidé de Kika. Pero esta historia arrancó con el alarido del “Chocho”. Había que frenar la hecatombe, y el fútbol callejero era suficiente motivo para apaciguar los ánimos y dirimir ciertas cuestiones de guapos en su respectivo ámbito. López no quería saber nada y Murtas estaba envalentonado. Estaba en ganador el “Negro”. Aunque si se armaba creo que perdía por goleada con el grandote, que además era local. Y para colmo ellos eran más.
“A las 3 en punto” dijo el “Dani”, un jugadorazo de ellos, que si de por sí era bueno, enojado peor. Nos fuimos del baile con los cintos envueltos en los puños y las camisas desabrochadas... ¿para qué…? Menos mal que no pasó nada. Martínez fue el oportuno salvador, pero en la vuelta a casa, no faltó que alguien alardeara con que “si nos quedábamos los cagábamos a trompada y mañana nos íbamos a la playa". Esta frase fue motivo para que saltaran las diferencias entre nosotros. Lo que faltaba. Pero había una sencilla razón para entender esa idea loca de quedarnos en el convite. El equipo de ellos era mucho mejor y seguro perdíamos también al otro día en el picado. Tenían varios pibes que jugaban en la liga y como era pleno enero, todos estaban disponibles. Igual a las piñas teníamos menos chances de alcanzar la victoria que un caniche toy atacando a un dogo.
Llegamos a la madrugada a nuestra cuadra y armamos el equipo para mañana. Contamos y éramos justo once. Claro, varios estaban de vacaciones y no los podíamos tener en cuenta. Igual asumimos el compromiso y a las dos de la tarde nos encontrábamos para ir a la canchita. En realidad, el picado, el partido, clásico, como quieran llamarlo, no definiría quien se quedaba con la piba, pero servía para sacar chapa de macho y sentirse más poderosos a los ojos de la percanta y de muchos más que ya estaban enterados de lo que había ocurrido.
Llegó el día. O mejor dicho la tarde. A las dos en punto éramos siete. Por suerte llegaron todos diez minutos más tarde y completamos justo los once. Antes de salir caminando para el campito nos dimos aliento. Juramos estar unidos y si algo pasaba bancábamos la parada todos juntos. Arrancamos para la General Paz, cuando al pasar por la casa de Tito, don Otadui llamó urgente a su hijo. El hombre tenía que salir ya a llevar a su esposa al hospital porque andaba con dolores de riñón y Tito se tenía que quedar atendiendo el kiosco. El “viejo” de Tito no entendió razones para que nuestro wing derecho pueda ser de la partida. El comercio era el único sostén familiar y el sábado trabajaba como nunca. Resignados seguimos camino. Fue un duro golpe psicológico. Pensamos en buscar algún otro, pero no había tiempo ni quedaban amigos… Salir con uno menos de arranque y justo contra estos, que mala suerte! Pensamos mil estrategias. Desde cualquier excusa para no ir, hasta romper el bolo, pero entendimos que era preferible perder y no quedar como unos cagones.
Cuando pisamos suelo neutral, ellos aparecieron en dos autos y una camioneta. Eran las 14,45 y no solo estaban cambiados para el desfile de la presentación de los Juegos Olímpicos, sino que eran 16 vagos. Ni los miramos, pero advertimos algo que nos podía salvar. No tenían pelota. Nosotros que llevamos una la escondimos rápido como exigió Gaby. “Che loco, trajeron bolo”, gritó uno de los nuestros. Ellos se miraron y respondieron negativamente. Estamos salvados, pensamos nosotros, hasta que un buen Señor que pateaba con su hijo a un costado de la cancha dijo casi por compromiso: “Se los presto, nosotros los miramos y nos quedamos tomando unos mates con mi señora mientras Uds juegan”.
En ese mismo instante salté con amabilidad y muchísimo respeto, que denunciaba otras cuestiones de fondo. “Se lo vamos a romper Señor y el nene va a ponerse muy mal. Deje, no hay problemas, nosotros venimos todos los sábados. Deje nomás. Gracias”. El “Chiqui” Ramírez, un defensor de 1,92 mts, robusto, malo como nadie, con cara de indio tallado a mano me apuró mal. “Turco estás cagado? Si no queres jugar imagino que tampoco te vas a animar a pisar el área, maricón. Ya te voy a agarrar”. Solo lo miré… en parte tenía razón.
Armamos la táctica con lo que teníamos. Además de un poco de miedo, sólo diez jugadores. Simple. Todos atrás y Dios de nueve. Aguantemos como sea el resultado. Un empate nos permitiría la revancha el próximo sábado y contar con más jugadores. El hombre dueño de la pelota sería quien controlaría el reloj. Ni en eso nos pusimos de acuerdo. Nosotros queríamos dos etapas de 20 minutos. Ellos 80 de corrido. Eran más y mejores. Arreglamos en dos de 35 con un descanso de diez.
El partido estaba a punto de comenzar cuando divisé a Kika sentado en el cordón detrás del arco de ellos. Frené el pitazo inicial y le dije a mis compañeros que entrara para nosotros. Es cierto que nunca jugó, pero al menos ocuparía espacio, que se yo, estorbaría. Alguien dijo que no, que era peor y el partido ya arrancaba. Y arrancó sin Kika. Una boludez, pero bueno, no era momento para discutir pro y contras de su fantasmal ingreso entre los titulares.
Ellos fueron sembrando calidad en cada pase desde el inicio y nosotros cosechando un baile bárbaro. No la vimos ni cuadrada, pero como los rivales estaban tan convencidos de su superioridad, en cada jugada querían hacer el gol de sus vidas. Entre la falta de puntería, el travesaño inexistente que nos salvó en las dudosas y las atajadas del Negro Bottaro, aguantamos el cero como pudimos. Corrimos hasta perder la noción del tiempo y el espacio pero estoicamente terminamos igualados esa etapa 0 a 0. Yo gambeteé para los costados la vez que pude. Ni pisé el área de ellos con el afán de no toparme nunca con el Chiqui. Tenía los ojos inyectados en sangre y se relamía cuando yo tenía la pelota. Se quedó con las ganas el gil. Mientras tanto, el Chulo y Murtas jugaron como dos señoritos. Se amenazaban de señas pero ni se cruzaron.
El entretiempo fue un silencio sepulcral entre los nuestros. Por entonces no había nada a que aferrarnos para alimentar la esperanza de salir airosos del pleito. En medio del calor y el desasosiego, una buena. Apareció corriendo Tito, quien había abandonado el Kiosco para acompañarnos. Por fin éramos once.
Arrancó el complemento. Cada pelota fue una riña de gallos, una pelea cruenta, una disputa impiadosa y encarnizada. Ellos siempre con una actitud entre desafiante y burlona. Aguantamos diez minutos bastante tranquilos hasta que nos topamos con algo inesperado. Los amigos del Chulo y del Chiqui, que laburaban en la distribuidora de cerveza, habían terminado la jornada de trabajo y cayeron como veinte en camión a hacerle el aguante a sus cumpas. El marco fue más intimidatorio que nunca para profundizar nuestra sensación de parias. Había un ambiente de euforia y ansiedad, siempre bordeando la desproporción que nos dejaba definitivamente sin chances, hasta por conveniencia. ¿Quién se animaría a ganarles a estos tipos en semejante contexto?
El final se fue acercando con su desesperante, impostergable y agobiante carga emotiva. Bottaro, que a la noche tenía el cumple de 15 de la hermana y le pedimos que fuera solo para atajar las fáciles, estaba magullado a pelotazos de la cabeza a los pies. El fenomenal cancerbero sostenía el cero desde el arco a pura revolcada y el resto hacíamos lo que se podía. El sabía lo que le esperaba a la vuelta a casa. La vieja se lo iba a querer comer. Pero "el amor es más fuerte", y más aún si se trata de acompañar a los pibes del "rioba".
Hubo una nuestra, entre tantas de ellos, que terminó en un desastre. Gaby despeja y el Chocho que volvía caminando, ahogado, sin aire, la para con el pecho, se da vuelta fatigado y no va que le mete un caño antológico como el de Riquelme a Yepes en el Monumental a uno de ellos. Que vergüenza pasó ese tipo justo delante de los ardorosos seguidores. Cuando comienza la aventura ofensiva del Chocho, el cuatro rival, un petizo, retacón, rústico fue a hacer "justicia con pierna propia". Le entró de atrás al Chocho con las suelas de unos botines con tapones de aluminio que parecían colmillos de elefante. No se levantó nunca más pobre Chocho. Me dolieron hasta los ojos de ver semejante patadón. “No lo toqué, a llorar a otra parte” dijo el hambriento defensor que se quedó con la pelota y el tobillo de mi compañero. Faltaban pocos minutos y otra vez nosotros con uno menos. Y para colmo se nos mancó el mejor.
Un partido que había nacido de por sí fuerte y robusto, se fue desnaturalizando y contaminando cada vez más. Dentro y fuera de la cancha. Nos tenían contra el arco y ya no quedaban argumentos para sostener la debilitada igualdad. Eso sí, faltaba muy poco para el final según nos decía a cada instante el dueño de la pelota, apiadándose de semejante paliza que estábamos sufriendo. Enésimo corner para Villa Dora. En eso veo a Kika corriendo a buscar la pelota para ceder el tiro a los del otro barrio. Pensé y no dudé. “¡¡¡Cambio!!!”, espeté con el poco aliento que me quedaba. “Entra Kika por el Chocho”, que ya hacía un rato estaba llorando de dolor con la diestra al hombro a un costado del campito. Kika pensó que era una broma de las tantas que le jugábamos cada tarde y no se dio por enterado. “Dale boludo entrá”, acompañó la idea uno de mis compañeros. Sus ojos se iluminaron. Comenzó a repiquetear con pequeños saltitos en el lugar y se metió en el campo. Estaba de pantalones largos harapientos cortados a la altura de la pantorrilla, con la musculosa gris de siempre y descalzo. “Paren che” dijo un muchachón que cumplía la función de líder de la hinchada. “Descalzo y como están jugando de fuerte no puede entrar este pibito. Lo van a lastimar”. Su consejo paternal me sonó a que quería que sigamos jugando con uno menos hasta el final. En eso recordé que en mi mochila estaban los mocasines del colegio. Total difícilmente "el" Kika patee una pelota. Nunca lo hizo. El se dedicaba a alcanzarla con la mano cuando salía del campo. Pero lo importante en ese momento era que corra y moleste como ya no podíamos hacerlo nosotros. Ahí nomas se calzó mis 43 en sus cortos 38. Parecía el payaso del Circo Tiani que días antes fuimos a ver con toda la barra al puerto. A él no le importó. Era su debut soñado. Era como jugar la final del Mundial del 50 con la camiseta celeste en el Maracaná. Así lo imaginé y confié en su ingreso.
Se reanuda el partido. Se ejecuta el tiro de esquina. Llueve el centro al corazón del área chica y no va que Kika mete la mano. “No puede ser”, pensé para mi interior… y no conforme con eso va y agarra el balón entre sus brazos y busca darme el pase. Me quería morir! El pibe quería congraciarse conmigo porque le había dado la oportunidad de estar por fin una vez en la cancha. “Penaaaal” gritó hasta el guardabarreras que vio semejante ordinariez a dos cuadras. El duelo empatado en cero y justo le regalamos un penal. Mis compañeros me querían golpear más que el Chulo a Murtas la noche anterior. No era culpa de Kika. Su función en los picados siempre fue de alcanza pelotas. “Tanto esfuerzo y rompernos el alma para terminar así. Sos un tarado Turco”, se quejó con razón Gaby, mientras Tito refunfuñaba “cómo no me quedé en el kiosco”. A todo esto, Kika seguía feliz sin entender nada de lo que pasaba.
Dani, el zurdo gambeteador de ellos se disponía a ejecutar cuando el pibe de cabello dorado y mirada tierna volvió a sacar la pelota del punto penal con sus manos. En medio de las risotadas de todos lo llevé a un costado y le expliqué que en los segundos que restaba no debía tocar más la pelota con las manos. El tenía que tratar de meter un gol en el arco rival, “allá vez, donde está parado aquel de azul”, le señalé al arquero de ellos. Pero ya no quedaba tiempo. La tarde de sol se puso gris y oscura para nuestro equipo. Había festejos anticipados en todos los rincones de la humilde cancha. Y bueno, al fin y al cabo Villa Dora merecía la victoria… Pero no de esta manera.
Mientras avanzo en el recuerdo los detalles se me agolpan con una vigencia pasmosa. El “10” de ellos se perfila para ejecutar la pena máxima. Canchero y relajante sonríe. Carrera corta con cadencia arrabalera. Toque sutil a la derecha de Bottaro, que elige tirarse al otro sector. Suspenso… la pelota pega en la piedra que cumplía la función de palo y sale. Todos nos quedamos contemplando lo ocurrido. Ellos, perplejos por la gran oportunidad desperdiciada. Nosotros festejando abrazados a nuestro arquero. Menos Kika.
El improvisado y desgarbado refuerzo tomó el esférico con su vacilante diestra y escapó a cumplir con la misión que le había encomendado. Velozmente llevó el esférico de arco a arco. Hubo quienes al principio de la jugada lo miraban a los ojos y a los pocos segundos le miraron el número gastado de su musculosa gris. Fue un rayo. Se fue solo con la pelota en sus pies, pero como yo temí que quisiera jugar la bola con las manos, lo seguí como un padre a un niño que comienza a dar sus primeros pasos y teme que se caiga. Duró poco mi compañía, porque mientras yo miraba fijamente la pelota y corría cansino detrás de él, un tremendo impacto me detuvo de golpe. La venganza del "Chiqui" Ramírez tenía color de puño cerrado impactando de lleno en oído izquierdo.
El que se alejó en soledad para concretar aquel encargo divino fue el Kika. Llegó al área contraria, enfrentó al hombre de azul… simula que duda pero espera, todos se llamaron a silencio… El ambiente se puso más tenso y expectante. Con los ojos desorbitados jugadores y público se alzaron en puntas de pie para ver el desenlace de la grosera maniobra del pibe de los zapatos grandes. Yo en el piso aturdido no quiero mirar. No quiero mirar al Chiqui por temor a que se enoje más y me descuartice. Mis ojos van tras nuestro ignoto atacante y captan el momento clave. El arquero de ellos inicia el paso fatídico y Kika intuye su desconcierto, el golpe seco del mocasín se escucha nítido para la cruel ejecución. Le pega muy mal, es cierto, pero la redondita pasa por el único lugar posible y traspasa apenas dos centímetros la línea de sentencia. Que golazo por Dios. El verdugo implacable se hizo presente con la astucia y el oportunismo que hacía falta para dar forma a la más sublime ejecución. Fue un puntazo demoledor y lapidario. Fue una de esas sensaciones que ocurren muy de vez en cuando, en ocasiones especiales y momentos puntuales, que se transforman en memorables. Fue lo mismo que para Colón significó el gol de Rivarola ante Racing o el de la “Chancha” Zárate para el Tate en Comodoro Rivadavia. Este se recordará siempre en barrio Sargento Cabral como el de Kika a Villa Dora, con apenas un puñado de testigos que transformamos la historia en leyenda.
Está claro que lo peor no es nunca certero y "allí donde surge el peligro surge también lo que puede salvarnos" dice Hölderlin, recordándonos que el peligro nos ayudó tal vez a protegernos. No hubo tiempo para más. El nunca entendió la magnitud de su maravillosa obra barrial. En medio del despelote que se armó luego de su conquista, escapó asustado vaya a saber a dónde, porque nunca más lo vi. Creo que se sintió culpable de todo lo que se generó después y por miedo a alguna represalia jamás volvió a pisar aquella cancha. Se llevó mis zapatos, y un recuerdo imborrable que vivirá en nuestras memorias para siempre.
El fútbol incluye, socializa, integra, empareja, nos identifica. Siempre fue un complejo sistema proveedor de sentido. Es uno de los ámbitos de significación y representación más dinámicos, productivos y desafiantes que coexisten dentro de la escena cultural contemporánea. El fútbol nos ofrece identidad, pertenencia, nos da un pequeño lugar en el mundo. El “distinto”, fue más “especial” que nunca aquella tarde cuando arrancó una mueca de asombro y el elogio eterno. El fútbol es una gran fábrica de sueños y hazañas colectivas e individuales que merecen ser contadas. Y como Kika nunca llegó a ser un jugador federado y sólo convirtió aquel gol en su corta carrera, no tendrá las portadas en los diarios que por aquella gesta merecía, pero aquí está nuestro reconocimiento y una historia que quedará por siempre grabada en nuestros corazones futboleros de potrero.
Cada vez que paso por la canchita, les muestro a mis hijos donde una vez los duendes de Maradona se apoderaron de un tal Kika para convertirle un gol a los invencibles gladiadores de Villa Dora. Algún día ellos entenderán… Yo mientras tanto, toda vez que puedo me pego una vuelta por aquel lugar para espiar si lo veo. Si vuelve. Me paro con el auto y lo espero. Y mientras los minutos, las horas, los días y la vida pasa… aquel gol del Kika me deposita en el lugar sublime de mi añorada juventud, donde sigo abrazado al verdadero valor de la amistad, el compañerismo y la emoción. Esa misma emoción que me provoca recordar que mi querido amigo Sergio sigue en pareja hasta hoy con la Ana. Que tres hijas le dan mucho más sentido a esta historia, y que el Chulo, es el padrino de la mayor, de la linda Erica, a quien con mucho afecto la llamamos Kika.
Hoy - CUENTOS DE FÚTBOL
Jueves 11 de Septiembre de 2014 - 11:31 hs