Cultura - Ricardo Darín

Domingo 01 de Mayo de 2016 - 09:35 hs

"Me preparo para la gran crisis de los 60"

A los 59 años, el actor más popular admite que llegar a las seis décadas será "un golpe importante"

 Se agazapa detrás de la sonrisa. Los ojos azules centellean en la mañana de otoño. Tan solo dejarse caer en el sillón del lobby de hotel algo desangelado, dice que le incomodan el pelo ligeramente revuelto y la barba espesa. El tono es de liviana coquetería, con habituales notas de humor, como si las palabras debieran carecer siempre de peso y precisaran enmascarar cualquier atisbo de gravedad. Es el dispositivo de un director de escena que se ofrece a sí mismo cercano aunque a una distancia prudencial, la máscara de quien con un paso de comedia o un gag -la risa, siempre; el cinismo o el sarcasmo de quien mamó tempranamente el lenguaje del barrio, coloquial y callejero- se protege de la mirada amenazante de los indiscretos.

-El humor es la coraza que me resguarda -asiente. No lo amedrenta el pudor -la inquietud o el miedo- de quien siente que ha sido descubierto. No está dispuesto a desnudarse; a lo sumo entregará una prenda del pesado ropaje con el que se cubre en caso de que sienta comodidad o empatía. La extenuante cantidad de entrevistas que concedió en los últimos años lo pusieron a resguardo de los fisgones de vidas ajenas -de una agrisada nómina de charlatanes e idiotas, de infames y canallas-, porque la malicia y el engaño de esos miserables le produjeron una y otra vez angustia y decepción. A esos cuidados se añade la extrañeza con la que asiste al interés que tienen por él los demás.

-Te juro que no es vana coquetería -advierte, y lo hace con la convicción de quien aprendió a no tenerse a sí mismo en estima excesiva. Esa modestia se extiende aun al modo en que pondera su producción como actor, aunque se hayan acumulado los premios en el último tramo de estos cincuenta años de carrera y su presencia en la pantalla o sobre un escenario asegure la asistencia de una multitud. Sin embargo, pese a esas evidencias, Ricardo Darín -el intérprete imprescindible de El secreto de sus ojos, ganadora de un Oscar, pero antes el protagonista de títulos significativos como Nueve reinas, El hijo de la novia oLuna de Avellaneda- dice que no es un gran actor. Aunque siga llevando a otros escenarios la aplaudidísima Escenas de la vida conyugal (en mayo presentará ese texto de Ingmar Bergman en Chile) y a pesar de que el cine español continúe demandando sus servicios (pronto terminará de filmar aquí Nieve negra, un film de Martín Hodara cuyo rodaje lo llevó a Madrid).

-Desde hace mucho tiempo, las entrevistas me generan prevención; las charlas, no-. Son los primeros escarceos, los movimientos tempranos y reticentes con que mide a quien puede terminar siendo un adversario.- En una charla, hay una cuestión química que sucede o no. En una entrevista es difícil que me desnude. En una charla hasta puedo hacer un préstamo sin garantía. Por algún motivo extraño que no termino de comprender, hay gente a la que le interesa saber qué pienso o quién soy. He hablado tanto, he trabajado tanto, hay tanta información sobre mí dando vueltas por ahí. Y sin embargo, hay gente que, un poco empecinadamente, todavía siente curiosidad-, dice el hombre tantas veces retratado, portada de las revistas del corazón cuando era un cazador serial y halagado por la crítica como un actor de prestigio cuando su carrera se afianzó de una vez y para siempre.

Tras una hora de observación minuciosa, el retrato es tan sólo un boceto. Escuchándolo se advierte equilibrio, sentido común y una inteligencia maciza, producto menos de la lectura que de la experiencia. Quien ha procurado aventurarse en los pliegues de esa tela siente que la tarea ha sido en vano, y se pregunta cómo un hombre logra guarecerse mientras se entregó con generosidad y franqueza. Quizá sea ése el destino de todo actor: la máscara como un elemento que descubre un mundo interior, pero también como un velo opaco e inmutable que lo oculta a los ojos del mundo.

Durante la minuciosa reconstrucción de tu historia personal hablaste muchas veces de tu padre, pero no tanto de tu madre.

Es una injusticia, sí. Mi padre ha muerto, probablemente eso hace que lo recuerde tantas veces con nostalgia. A mi vieja la tengo con vida, por suerte. El peso de la ausencia de mi viejo siempre me condujo a la melancolía. Yo me meto siempre con él, a voluntad, aprendo de él todavía. Y siempre fui muy injusto con mi vieja. Uno suele cometer ese tipo de injusticias. Mi viejo era un ser muy carismático a pesar de sí mismo, a pesar de su invencible austeridad para manifestar sus sentimientos, y la melancolía siempre me impulsó a extrañarlo, tal vez de modo exagerado. A veces la persona más cercana, la que más nos cuida, la que más nos quiere, suele recibir de nuestra parte menos atención. Con mi viejo siempre estuve en discusión, y muchas de esas discusiones quedaron interrumpidas. Con mamá no hay mucha discusión porque pocas veces estuve de acuerdo con ella. Mi viejo no era un tipo de tirarte el caballo encima, era muy discreto con sus afectos; él te dejaba venir, nunca iba. Ese rasgo lo hacía parecer ausente -físicamente estuvo ausente mucho tiempo, era irremediablemente un picaflor-. Y su muerte fue un golpe, claro. La proximidad de lo irreversible te mueve el tablero. Cuando la muerte asoma, uno empieza a percibir la proximidad de un abismo en la relación, se da cuenta de que lo que no ocurrió hasta entonces, ya no va a ocurrir, y lo que no se dijo, ya no será dicho. Es un gran golpe de crecimiento. Los nacimientos también son un cimbronazo muy fuerte, básicamente para el ego, que es nuestro gran enemigo. Son los momentos que nos hacen pasar a otra categoría: en términos de personalidad y de temple. Se sufre mucho, y se crece mucho, también. A mí me ocurrió una cosa muy singular. El nacimiento de mi primer hijo coincidió con la muerte de mi viejo, sucedieron ambos eventos en una misma semana. El nacimiento fue una patada al tablero: volaron todas las fichas por el aire, afortunadamente. Me empujó hacia adelante, me sacó de la tontería. Me di cuenta -no encuentro otro modo decirlo que éste, bastante brusco y burdo- de que en este mundo había algo más importante que yo. Me hizo muy bien. Hasta ese momento, con sus más y sus menos, galgueando y a los ponchazos, tenía un comportamiento de adolescente tardío. Cuando apareció mi primer hijo, me alivió, me saqué una gran carga de encima. Dirigí una obra de teatro, corrí riesgos, entendí que es bueno atreverse, desafiar aquello que está preestablecido. Lo mismo sucedió con el nacimiento mi hija. Ambos vinieron en mi rescate. Las trampas que nos tiende el ego son tremendas. Había sido un chico muy mimado, muy protegido, muy contenido, en dosis excesivas, y todo eso me había llevado a sentirme poco menos que vulnerable. Cuando aparecieron ellos, afortunadamente dejé de mirarme.

Solés decir que no hay forma de que nazca el humor si no se tienen los pies clavados en el dolor. Allí hay heridas. ¿Son de índole social o pertenecen a la esfera más íntima? Pareciera que tuviste una infancia feliz.

Sí, la tuve. Pero para mí la felicidad no es condición sine qua non para que no exista el dolor. En cualquier caso, hay que ver qué sucede con ese dolor. La felicidad es sentir dolor, pero que el bálsamo venga de quien vos esperás. Me recuerdo siendo muy chico, aquellas noches en que tenía fiebre y veía regresar a mi padre del trabajo. Me ponía la mano fría sobre la frente y a mí ya no me importaba nada. Era suficiente ese gesto suyo -la mano helada en la frente- para que sintiera que me estaba curando. En cierto modo, quizás estaba haciéndolo. Era reparo, mi padre. Cobijo. Tenía una gran tendencia a tranquilizarte, se podía descansar en él. Yo tuve una infancia feliz, es cierto, aunque a veces no sé si describirla de ese modo porque estoy contra el trabajo infantil y trabajé desde que era muy chico. Pero la pasaba de maravilla. Jugaba, aprendía, reía. Me sentía muy bien llevando dinero a mi casa. Tenía 8, 10 años. Esas felicidades quedaron circunscriptas a cosas que pertenecían al mundo de los adultos. Siempre me relacioné con gente mayor. Era muy adulto cuando era chico; era muy pensante. Mi viejo me había dado una educación muy rara, pero sobre todo me había transmitido una confianza casi desmedida para que defendiera mis ideas, mis pareceres, mis sentimientos. El mayor trabajo que hizo conmigo y mis hermanas quizás haya sido ése: darnos confianza. Intentar revelarnos el hecho de que aun todo lo que está escrito es cuestionable. Mi vieja era más terrenal. Bajo cierta perspectiva, tuve una infancia feliz, pero haciendo cosas distintas de las que hacían feliz a un chico. Siempre lo cuento. Yo trabajaba en la televisión a los 8 años. Cuando venían los chicos de los colegios a visitar el estudio -en ese tiempo era un ambiente novedoso y por eso deslumbrante-, miraban con caritas de asombro los micrófonos, los tachos de luz, los decorados, las cámaras. Yo, que había crecido en esa plaza de juegos y no encontraba ya en ella grandes sorpresas, yo que había perdido la virginidad del primer asombro, me maravillaba mirando esos rostros. A mí desde muy temprano me interesó la gente. No puedo salir de ahí, incluso hoy. Por eso nunca me aburrí. Cuando eran más chicos, cada vez que alguno de mis hijos me decía que estaba aburrido, yo les pedía que mirasen a la gente que pasaba. ¿Adónde van? ¿De dónde vienen?

Fuente: La Nación