Nisman y la trama policial
Pronto se cumplirá un año más de la muerte de Alberto Nisman, aún sin explicaciones concretas sobre lo que ocurrió esa noche en una de las torres Le Parc de Puerto Madero. "No tengo pruebas científicas, pero las presunciones son altas, muy altas, porque los intereses en juego son altos", opina Alaniz.
En estos días se cumplen tres años de la muerte del fiscal Alberto Nisman, muerte de la que no solo que no se conoce la identidad de los autores, lo cual pareciera ser lo previsible, sino que como frutilla del postre, como aporte a la infalibilidad de nuestros investigadores, tampoco habría una certeza acerca de si fue asesinado o se suicidó.
Es decir, no solo ignoramos la identidad de los posibles criminales, sino que, previo a ello, ignoramos la naturaleza de esa muerte y, transitando por esos andurriales, no sería aventurado pronosticar que en algún momento nuestros investigadores kafkianos arriben a la conclusión de que en realidad Nisman para nuestro ordenamiento jurídico ni siquiera está muerto.
Burlas al margen, y atendiendo a la naturaleza de nuestra “grieta”, la muerte de Nisman provoca alineamientos automáticos y previsibles: los opositores al kirchnerismo creen a rajatabla que fue asesinado, mientras que los kirchneristas insisten una y otra vez que se trata de un suicidio, el suicidio de un fiscal corrupto y amoral que, entrampado en sus propias mentiras y embustes, no encontró otra alternativa que volarse la tapa de los sesos con una pistola que pidió prestada a un colaborador de confianza, el señor Diego Lagomarsino. Aníbal Fernández y Leopoldo Moreau, por ejemplo, adhieren con entusiasmo a esta hipótesis. Conocidos judeofóbicos piensan exactamente lo mismo.
Así y todo, las investigaciones continúan y a esta altura del partido me daría por bien servido con saber, aunque más no sea, si se mató o lo mataron, paso primero para indagar la identidad de sus supuestos asesinos. ¿Asesinato o suicidio? Asesinato a mi modo de ver. No tengo pruebas científicas, pero las presunciones son altas, muy altas, porque los intereses en juego son altos. Por otra parte, la resistencia que suscita la hipótesis de un crimen por parte de kirchneristas y judeofóbicos son más que sintomáticas.
De todos modos, en los últimos meses hubo avances notorios a favor de la hipótesis del crimen. El informe de gendarmería y algunas iniciativas judiciales parecen fortalecer la presunción de que Nisman fue ejecutado, imputaciones que de todas
maneras están muy lejos de despertar unanimidades, ya que desgraciadamente en nuestro país los jueces han hecho méritos suficientes para que sus indagatorias, procesos y fallos más que revelar, oscurezcan; más que despertar certidumbres
generen sospechas.
¿Imposible, entonces, arribar a una conclusión? Me temo que por ahora es así, pero la falta de conclusiones no inhabilita plantear hipótesis, juegos, variantes, posibilidades, sin valor jurídico por supuesto, pero inevitables y necesarias para una opinión pública democrática. La muerte de Nisman fue un escándalo político, y su oscuridad necesariamente habilita todo tipo de especulaciones. Estas son necesarias, indispensables incluso, sobre todo en un país donde la justicia deja mucho, pero mucho, que desear.
Una de esas alternativas especulativas sería, por ejemplo, pensar e imaginar lo sucedido como la trama de una novela policial o de espionaje, un género “realista” que exige lógica y verosimilitud. ¿Cómo sería esto? El inspector Hércules Poirot, el detective Philip Marlowe, el agente George Smiley, investigarían con discreción lo sucedido con Nisman atendiendo una consideración básica y hasta obvia que conviene recordar: no hay novela policial sin crimen.
¿Elemental? Si, pero no tanto. En el caso Nisman, por ejemplo, el crimen está puesto en duda. Nada nuevo bajo el sol. Habitualmente los autores de un crimen se esfuerzan por negar ese hecho. Según ellos, la víctima habría muerto como consecuencia de un accidente o un suicidio; o en su defecto, habría sido asesinada en la versión clásica por el mayordomo, es decir, por alguien que carece de posibilidades de defensa y, en el caso de las novelas ingleses, pertenece a clases sociales inferiores.
En todos los casos, de lo que se trata es de ocultar el crimen. Sus responsables aspiran a la impunidad y por lo general disponen de recursos para lograrlo porque suelen ser poderosos. Repito: no hay novela policial sin este requisito, es decir, sin le requisito de una trama de poderosos intereses decididos a ocultar el crimen u orientar las
investigaciones en otra dirección.
No hay novela policial sin un investigador que sospeche, que desconfíe de las versiones oficiales o “creíbles”, que ponga en duda aquello que se presenta como obvio. En el caso Nisman hasta el investigador más ingenuo sospecharía y, sobre todo,
sospecharía de la versión del suicidio, porque la experiencia le enseñó que por lo general no hay suicidio sin cartas, sin mensajes, sin alguna explicación, breve o extendida.
Los agentes oficiales tratarán de subestimar ese detalle, pero para un investigador de raza el dato es decisivo. ¿Decisivo para qué? Para poner en marcha el mecanismo de la sospecha, para iniciar el funcionamiento de las “células grises” como le gustaba decir a Poirot. “Nuestro trabajo es pensar mal”, dice un viejo policía. Es decir, desconfiar. ¿Desconfiar de qué? De las versiones oficiales. “Nisman se suicidó”. Mmmm. ¿Un día antes de formalizar su denuncia? ¿No dejó una carta, un mensaje? ¿Una personalidad que podía generar las más diversas reacciones menos la de suicida? ¿Se suicidó un
fiscal que ya había sido amenazando de muerte? Mmmm.
La otra pregunta que un investigador se haría en el acto sería acerca de a quien favorece o perjudica esa muerte. Nisman acababa de pedir la cabeza de la presidente. Su muerte objetivamente liberó a Cristina de hacerse cargo de una imputación que le atribuía la condición de traidora a la patria. Un investigador sutil eludiría las simplificaciones y los determinismos.
Por ejemplo, no caería en la tentación inmediata de plantear que la presidente dio la orden de matarlo, pero no ignoraría la posibilidad de una conspiración tramada desde algunas reparticiones del poder. ¿Conspiración? Pues si. No hay novela policial sin ella, es decir, sin un acuerdo secreto para provocar un crimen, conspiración que resulta más eficaz si es urdida desde el poder. Y no hay investigador que no tenga una mirada conspirativa del caso.
Por supuesto, nuestro investigador al enterarse de las torpezas de la investigación oficial aumentaría sus sospechas. Porque a esas torpezas no las atribuiría a la casualidad sino a la causalidad: se quiere ocultar el crimen, los responsables trabajan
para la impunidad y para fortalecer la versión oficial: el suicidio. Sus torpezas son deliberadas, es decir, no son torpezas sino maniobras para ocultar la verdad.
Cuando esto ocurre algunos preguntas son inevitables. ¿Qué pasó con Lagomarsino? ¿Qué pasó con los custodios? ¿Qué pasó con los agentes estatales más dedicados a borrar pruebas que a profundizarlas? Las respuestas estos interrogantes acercan a la verdad, pero sobre todo estos interrogantes en si mismo son una aproximación a la verdad.
Como todo investigador escrupuloso, nuestro detective o inspector necesita pruebas para sostener sus hipótesis y se preocupará en obtenerlas sabiendo de antemano que deberá luchar contra una suma de intereses poderosos interesados en ocultar la verdad. ¿Poderosos? Claro. Ese investigador no tendrá dudas que a Nisman no lo mató un marido celoso, una novia despechada, sino una eficaz conjura de intereses, con disponibilidad de recursos como para cambiar la escena y presentar un crimen como un suicidio.
Ese investigador arribará a la conclusión que estos asesinatos suelen tener lugar porque han sido corrompidos aquellos que estaban más cerca de la víctima: sus amigos y sus custodios. No hay conspiración criminal sin estos requisitos. Las sospechas sobre Lagomarsino y sus custodios serían la consecuencia lógica de esta consideración.
Un buen investigador no ignora el ordenamiento jurídico, por el contrario, lo que propone es que se lo respete, pero tampoco se ata exclusivamente a la retórica oficial porque sabe que detrás de esos tecnicismos se suele esconder la voluntad de poder de los criminales. Asimismo sabe que la justicia en las sociedades existentes está muy lejos de ser eficaz y esa ineficiencia, esa torpeza, también es aprovechada por los criminales.
Lo que a un investigador de raza le preocupa es la verdad y le preocupa a tal punto que su hipótesis principal: Nisman fue asesinado, la confronta periódicamente con la otra hipótesis, es decir, Nisman se suicidó. Lo hace como ejercicio intelectual, pero sobre todo porque supone que nunca se deben descartar otras posibilidades, aunque nunca deja de confiar en sus sospechas iniciales y actúa en consecuencia.
Nuestro investigador, en este caso, cada vez duda menos de que a Nisman lo mataron y que esa muerte proviene de “arriba”. A su conclusión la considera “obvia” si se quiere y de alguna manera la más simple, porque sabe que las inevitables complejidades de estos procesos en algún momento producen un desenlace “simple”.
La denuncia de Nisman contra el poder político fue la causa del crimen. Participaron allí operadores que disponen de recursos técnicos y humanos para hacerlo, que conocen el terreno y saben que después de semejante denuncia la muerte del fiscal debe presentarse como un suicidio, además, de embarrar la cancha para que sea prácticamente imposible probar otra hipótesis.
Toda novela policial, toda investigación, es siempre una disputa con el poder. La búsqueda de la verdad es en este caso la búsqueda de los responsables, de la trama que hizo posible un crimen. Nisman no se suicidó, lo mataron. Y las dificultades, que se presentan para el esclarecimiento no son más que las resistencias que el poder ejerce para protegerse. Kirchneristas y judeofóbicos no son más que el coro sinfónico de la impunidad.